La piedra de Juluapan Una piedra que existe desde que nació el mundo, y que guarda el tesoro de un gran rey.
Al noroeste de la ciudad de Colima y a distancia no muy larga, apenas la suficiente para que los montes se vean azules, se eleva un cerro largo, bastante elevado, llamado de Juluapan, en cuya falda y casi en la mitad del flanco, se levanta una enorme roca que, por la escasa distancia, no se alcanza a colorear bien de azul.
Dicha roca se destaca sobre el fondo índigo de la montaña como una erguida e inmensa catedral.
Tan notable peñón es de aquellas cosas que no escapan a la mirada de nadie; y yo, desde muy niño, lo contemplaba con cierto místico respeto por las relaciones fabulosas que tocante a él corrían de boca en boca entre los rapaces de mi edad.
No guardo recuerdos precisos de todo lo que entonces oí decir; pero hay uno que ha persistido imborrable a través del tiempo, y a él me voy a referir.
"El castigo consiste en que allí han de estar, con la piedra encima, amenazando caer eternamente" Al pie del cerro existe un pueblo de indios, llamado también Juluapan.
Y me decían (cosa que es aún corriente en aquellas regiones) que la piedra queda exactamente arriba del pueblo, a gran altura, y que para evitar que ruede hacia el villorrio y aplaste a toda la población, los indios la tienen sujeta con cables y aún con cadenas.
Que esa precaución data de tiempo inmemorial; y aún me decían que esa amenaza sempiterna era en señal de castigo por no sé qué graves crímenes cometidos contra los dioses por los moradores, en épocas lejanas.
La tradición, al llegar allí, se obscurecía, se borraba, más bien se truncaba, dejando en el alma del oyente el peso de un gran misterio.
Y yo, al contemplar desde lejos la inmensa roca erguida, me imaginaba las enormes cadenas, los nudosos cables, gruesos como troncos de árboles, largos como centenares de varas, tirantes como cuerdas de arpa, sosteniendo el gigantesco monolito, pero comenzando a podrirse por lo viejos...
-¿Qué será del pueblo y de su gente si la piedra cae?-me preguntaba interiomente.
Y sentía oprímirse mi alma de niño al pensar en la tremenda catástrofe.
-¿Pero por qué no se van los indios de allí?-preguntaba a los compañeros de mi infancia.
¿Por qué no se van a otra parte? -Porque no pueden: el castigo consiste en que allí han de estar, con la piedra encima, amenazando caer eternamente.
Y no saben si ha de caer de día o de noche.
Y nunca pude penetrar la razón de aquello.
II.
De tiempo en tiempo volvía irresistiblemente la vista para contemplar, allá arriba, la roca inmensa, verticalmente elevada, mostrando sus enormes fracturas y su áspera cresta.
Cuando crecí, siendo adolescente, hice un viaje a caballo hasta más allá del cerro de Juluapan.
Al ir caminando hacia la roca no podía apartar la vista de ella.
La creencia infantil de las cadenas y cables ya no tenia ningún valor lógico.
Y sin embargo, la persistencia de la imagen primitiva, tal como se formó en tiempos tan impresionantes, era tan vigorosa a ratos, que parecía alentar aún dentro de mi como en mi infancia, pues involuntariamente, cuando toda la roca se me presentó detalladamente en toda su majestad, mi vista anhelante buscaba inútilmente las cadenas o cables, tirantes como cuerdas de arpa y gruesos como troncos de árboles...
Y pasé por el pueblo de Juluapan.
Los indios, indiferentes a la existencia de la piedra, se dedicaban tranquilamente a la operación de preparar las hojas de la palma real que habían de servir para la fabricación de sombreros.
Por donde quiera, en la falda de los cerros, la vista descubría la grácil palma real moviendo sus grandes y flotantes abanicos.
Los indios cortaban las hojas antes de que se extendieran, antes de que abrieran sus abanicos, antes de que los rayos del sol las tiñeran de verde para que, al ser secadas en los patios de las cabañas, conservasen el nítido color blanco de sus dobleces virginales.
Por eso son tan blancos los sombreros que se fabrican con ellas.
Dejé el pueblo a mi espalda.
Pero de tiempo en tiempo volvía irresistiblemente la vista para contemplar, allá arriba, la roca inmensa, verticalmente elevada, mostrando sus enormes fracturas y su áspera cresta.
La roca, sin embargo, no estaba suelta para que hubiese dado lugar a aquella leyenda: salía del cerro como un brote peñascoso, elevándose a gran altura.
Estaba clavada en el flanco de la montaña, y apenas si en su parte superior se divisaba una que otra planta, como higueras silvestres, magueyes y cactus.
III.
"Yo he visto el humo del incienso elevarse en las mañanas, muy blanco y sutil...
Además, yo he visto allá arriba algo más interesante que eso...
"Más tarde, siendo hombre, volví por aquellos lugares, y me detuve en un pequeño rancho, casi inmediatamente abajo de la piedra.
Desde el corredor de la cabaña del propietario, se distinguía perfectamente el enorme peñasco.
Y naturalmente, la conversación giró sobre aquel accidente del cerro.
Nadie había podido subir hasta él, por lo fragoso del terreno, y en realidad nadie sabía cómo era ni qué había en ella.
Estaba entre las personas que acompañaban al propietario, un individuo por demás interesante.
Era un viejo indio, ilustrado, leguleyo, hábil y algo poeta.
Nos divirtió buen rato con sus pláticas pintorescas y con la recitación de sus poesías humorísticas.
Pero al llegar al asunto de la piedra, asumió seriedad, y nos dijo: -Ustedes pensarán todo lo que quieran; pero esa piedra está encantada.
Allí hay encerrados grandes tesoros que datan desde los tiempos anteriores a la era cristiana.
Esa piedra no es más que un templo, quizás una pagoda india, cuyas puertas están cerradas para nosotros los mortales y pecadores.
Pero en un día del año se abren y se oye el rumor de las plegarias.
Yo he visto el humo del incienso elevarse en las mañanas, muy blanco y sutil...
Además, yo he visto allá arriba algo más interesante que eso...
-Este hombre, me dijo el propietario, se pasa las horas muertas viendo la piedra.
-¿Y qué ha visto Ud.?
-le pregunté sintiendo un tanto picada mi curiosidad.
-Pues he visto a una mujer vestida de blanco y con una mitra en la cabeza, llegar hasta aquel pico de la derecha.
A mi me parece que es una sacerdotisa.
Y permanece allí muchas veces hasta que el sol se mete.
-Cuando has creído ver eso, habrás estado bajo la influencia del alcohol, le observó el propietario.
-Nada de copas: en mi pleno juicio.
Y lo más notable es que me hace señas.
Nos reímos de buena gana.
Pero el leguleyo se mosqueó.
-Ustedes no son capaces de comprender, nos dijo en tono solemne, la sublimidad de esa piedra y el gran misterio que encierra.
IV.
Los años pasaron.
Y un dia me dijeron: -¿Sabe usted por qué se hizo rico el dueño de la hacienda del Platanarillo? Contesté que lo ignoraba.
-El dueño de esa hacienda, situada, como usted sabe, al dar vuelta al cerro de Juluapan, en la cañada del río San Palmar, era antes un pobre maestro de escuela.
La madre de él había hecho en cierta ocasión un señalado favor a un bandido de los que operaban en los linderos de Jalisco y Colima; creo que le curó una grave herida que había recibido en una de sus tantas correrías.
Pero como el que anda en el peligro, en el perece, como dice la fábula, una noche, casi moribundo, llegó a caballo al jacal de la señora.
Comprendiendo que iba a morir, le reveló la existencia de un tesoro en la piedra de Juluapan.
No se sabe si el tesoro era producto de sus latrocinios o de otro origen, pues hay que decir que el tal bandido era perfecto conocedor del cerro y de todos sus rincones.
El bandido murió.
Y el hijo de la señora, siguiendo las indicaciones del difunto, encontró el tesoro en una cueva de la piedra de Juluapan.
Dejó la maestría y compró la hacienda.
V.
"Aquella piedra, tan notable a la vista.
sería un buen monumento para guardar el sepulcro de un rey del país tan poderoso y magnífico como vos.
"Pero aquella piedra ha seguido siendo centro de creencias fantásticas.
El dicho del leguleyo ha tenido, según parece, casi su completa comprobación.
La relación es estupenda.
Y aun se citan nombres.
La relación se remonta a tiempos muy viejos; a un siglo antes de Jesucristo.
Se habla de un rey mexicano llamado Ix, nombre que en azteca significa Ojo, que gobernaba en el antiguo reino de Colimán.
Era rey poderoso que ejercía completo dominio sobre una rica y vasta comarca.
Su capital era ciudad brillante y hermosa, llena de soberbios palacios y suntuosos templos, y rodeada de altas murallas con jardines colgantes como los de Babilonia.
La corte de aquel rey era lujosa, como las cortes de oriente.
La fama de Ix y de su pueblo llegó hasta las remotas tierras asiáticas, lo cual no es difícil comprender, si se tiene en cuenta que por aquellos tiempos las flotas del Celeste Imperio cruzaban frecuentemente las vastas regiones del Grande Océano y llegaban hasta las costas americanas, a comerciar y a veces a guerrear.
Pues bien, en cierto día de aquella edad remota, llegó a Xaláhuac (hoy Salagua), rada situada en un ángulo de la bahía de Manzanillo y que más tarde sirvió de astillero a Hernán Cortés y a otros exploradores españoles, una flotilla en que venia un prócer chino de muy elevada alcurnia.
Su nombre era Wang Wei.
Sabedor Ix de la presencia de aquel noble personaje en las costas de sus dominios, acudió a darle la bienvenida y a ofrecerle la debida hospitalidad en su corte.
El magnate chino aceptó la invitación con agrado, y fue atendido en Colimán con todas las exquisitas consideraciones correspondientes a su rango.
Al salir un día de paseo, Wang Wei miró hacia el cerro de Xoloapan (Juluapan), fijando su vista en la gran peña que de un punto de su falda se destacaba imponente.
-¿Qué es aquello?-preguntó a Ix.
¿Es algún templo? ¿Es acaso una tumba? -No es ninguna de las dos cosas, respondió el rey.
Pero vuestras preguntas me están indicando que bien puede llegar a ser, eso que veis, alguna de las dos cosas, o ambas a la vez.
Es una piedra que existe desde que nació el mundo.
Mis más remotos antepasados la vieron siempre allí.
-¿Habéis pensado en la muerte, amigo Ix? -Soy demasiado joven para pensar en ella.
-La muerte no es propia de los viejos: acecha también a los jóvenes y aún a los niños.
Os preguntaba esto, porque se me ocurre una idea: aquella piedra, tan notable a la vista.
sería un buen monumento para guardar el sepulcro de un rey del país tan poderoso y magnífico como vos.
Después de algunos días de grata permanencia en Colimán, Wang Wei volvió a sus naves.
Antes de irse, hizo traer de su buque insignia un riquísimo regalo, consistente en joyas de oriente en que abundaban las perlas y los diamantes, y lo entregó a Ix con amistosas palabras.
Ix correspondió a aquel presente con otro de joyas del país y con el regalo de diez bellísimas esclavas.
No fue aquella la única vez que Ix y Wang Wei se vieron: su mutua amistad se fortificó con nuevas entrevistas en el transcurso de los años.
Wang Wei, como Gran Almirante del Celeste Imperio, recorría con sus poderosas flotas el Grande Océano y gustaba de visitar de cuando en cuando a su amigo Ix.
Este debió de haber tenido muy en cuenta la sugestión relativa al sepulcro, pues la tradición expresa, mejor dicho, documentos auténticos, que cuando murió fue embalsamado su cadáver y luego inhumado en un magnífico sepulcro abierto en la roca de Juluapan.
En la cámara mortuoria, que era grande y suntuosa, encerraron muchos objetos de la pertenencia del rey, juntamente con grandes tesoros, entre los cuales se contaban los regalos de joyas orientales que le diera su amigo.
-¿Qué es aquello? -preguntó al camarero.
-Es la piedra de Juluapan.
¿Qué cómo se ha sabido todo esto? Dícese que en un museo de Europa, el conde de San Dionisio encontró una lápida grabada con caracteres chinos, en la cual, después de graves estudios que duraron meses, encontró noticias de la tumba de Ix y de la entrevista que este rey tuvo con Wang Wei, almirante chino.
De la tumba se decía en la lápida que estaba señalada por una gran piedra al noroeste de Colimán, en el cerro de Xoloapan.
Además, se hablaba de una rica cripta, de ricas galerías y de magníficos tesoros.
Pero las señas de la situación de la tumba parecían al descubridor y descifrador de la lápida sumamente vagas.
¡Una roca al noroeste de Coliman y en un cerro.
Hay tantas rocas al noroeste de un lugar, que juzgó imposible identificar el sitio en que Ix habia sido sepultado con sus tesoros.
Además, el antiguo Colimán desapareció hace muchos siglos, y la Colima actual no ocupa el lugar de la antigua corte de los reyes colimotes.
Y el conde de San Dionisio acabó por no dar importancia práctica a su descubrimiento.
Pero al regresar a Europa de un viaje que hizo al Perú, resolvió visitar de paso nuestro pais, desembarcando en Manzanillo y viéndose obligado a detenerse en Colima por pocas horas.
Y sucedió que al asomarse por una ventana del hotel en que se alojaba, su vista fue inmediatamente atraída por la gran piedra de Juluapan, que se destacaba imponente sobre el obscuro índigo de la famosa montaña.
-¿Qué es aquello? -preguntó al camarero.
-Es la piedra de Juluapan.
Un rayo de luz entró en su cerebro.
Vínole el recuerdo de la lápida y de la versión esculpida en caracteres chinos.
"Tal vez Juluapan y Xoloapan son la misma cosa.
Tal vez el que mandó grabar la lápida juzgó inútil dar señas precisas de la tumba, puesto que la piedra es de aquellas cosas que llaman desde luego la atención por sí solas".
La roca, además, estaba al noroeste de Colima.
Y el conde murió con la sonrisa en los labios y la mirada del alma fija en la enhiesta piedra de Juluapan...
Después de serias reflexiones, se convenció plenamente de que aquella era la piedra de que hablaba la relación china.
En consecuencia, se dirigió de incógnito al cerro legendario; y allí, ayudado de algunos indios, hizo cuidadosas exploraciones en la piedra y en torno de ella.
Los indios creían que el extranjero lo hacía todo por simple curiosidad.
Pero el resultado fue completamente satisfactorio: el conde francés halló la cripta en donde reposaba la momia de Ix.
Tres galerías adyacentes y que se comunicaban con la cámara real, estaban materialmente llenas de objetos artísticos y de gran valor.
La momia tenia múltiples collares de riquísimas perlas; y a su lado, en el propio sarcófago, había varios Códices bien conservados.
En uno de ellos había, junto a los jeroglíficos aztecas, caracteres chinos, a manera de traducción.
Leyendo éstos, supo de Wang Wei y de su amistad con Ix, según se ha expresado ya.
Los demás Códices hablaban de templos, tumbas y ciudades sepultados bajo tierra; pero con señas precisas, y bajo cuyas ruinas se certifica la existencia de tesoros arqueológicos de gran valor.
Para no hacerse sospechoso, de la tumba de Ix sólo tomó las riquezas más fácilmente transportables, y volvió a su patria, Francia, donde realizó algunos de los raros ejemplares recogidos, obteniendo en poco tiempo una fortuna de 20 millones de francos.
Gozó de sus riquezas por varios años, siempre con la esperanza de volver a Juluapan.
Pero sintiéndose gravemente enfermo y previendo su próximo fin, legó el Códice de la entrevista a la Academia de Ciencias, a fin de que no perdiese el mundo la noticia de Ix y de su tumba legendaria.
Los otros Códices, por la revelación que hacen de riquezas incalculables, los donó a un sobrino suyo, heredero del título de nobleza.
Y el conde murió con la sonrisa en los labios y la mirada del alma fija en la enhiesta piedra de Juluapan...
¡Oh brillante rey Ix, que pensaste dormir tranquilamente bajo tu egregia tumba de colosal peñón, en donde sólo pueden anidar las águilas! ¡Quieran los dioses tuyos y los de tus antepasados que nadie más penetre en tu mansión sagrada a turbar tu sueño de gran rey!.
lunes, 3 de mayo de 2010
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